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Política Fronteriza y Como Cambiarla

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para los que no lograron llegar y para los que sí llegaron

Durante varios años he trabajado en una organización que ofrece ayuda humanitaria a los migrantes que intentan pasar a Estados Unidos por el desierto de la frontera entre México y este país, una travesía que significa la muerte de cientos de personas cada año. Esta organización lleva mucho tiempo internándose en los pasos que atraviesan el desierto. Recorremos los caminos, seleccionamos sitios para dejar agua y alimentos, buscamos a personas en peligro y ofrecemos ayuda médica. Si es necesario trasladar a una persona al hospital, llamamos a una ambulancia o a un helicóptero. Tratamos de actuar en todo momento según los deseos de los migrantes y nunca llamamos a la Patrulla Fronteriza si la gente no quiere entregarse.

En estos años he presenciado muchas situaciones extraordinarias y he escuchado historias increíbles. Algunas cosas que he visto han sido conmovedoras, otras muy tristes y otras injustas. He visto a personas demasiado débiles para mantenerse en pie, demasiado enfermas para beber, con demasiado dolor para continuar, demasiado asustadas para dormir, demasiado tristes para hablar, totalmente desorientadas, hambrientas, muriéndose de sed, lamentando que ya no verán jamás a sus hijos, vomitando sangre, gente paupérrima con los zapatos rotos a tres mil kilómetros de su hogar, sufriendo insolación, con daños renales, ampollas terribles, heridas, hipotermia, estrés postraumático y todas las penalidades que uno pueda imaginar. He estado en lugares donde han robado, violado y asesinado a migrantes; mis colegas han encontrado cadáveres. Además de haber sido testigo del sufrimiento del prójimo, me he caído de barrancos, me he abierto la cara con alambre de púas, me he quedado sin agua, me han apuntado con pistolas, me han embestido toros, los zopilotes han sobrevolado sobre mí, salté por encima de serpientes de cascabel, he tenido que sacar con pinzas de distintas partes de mi anatomía espinas de cactus, y hasta una vez tuve que arrancarme el pantalón porque me reconcomían las hormigas rojas. Me han salido canas. Podría decir que he aportado una buena cuota de sangre, sudor y lágrimas a este árido desierto.

No hay otro lugar en el mundo como el desierto donde trabajamos. No hay palabras que hagan justicia a su belleza: áspero, inmenso, montañoso, desolado, accidentado, implacable, o sea, todas las frases trilladas y más. He recibido incontables lecciones de humildad viendo la increíble entrega y valentía de las personas que he conocido ahí y casi he enloquecido de rabia ante este despiadado sistema económico y político que obliga a la gente a hacer tantos sacrificios para ayudar a sus familias. Trabajar en la frontera me ha dado muchas oportunidades de ver cómo la controlan a diario y también qué papel desempeña en el capitalismo mundial, es decir, cuáles son sus objetivos reales. Ojalá este escrito sea un arma para las personas que quieran actuar cuando vean que tratan al prójimo como basura.

“Responda a la pregunta de quién se beneficia o lucra más directamente de una acción, evento o resultado y tendrá siempre el punto de partida del análisis o investigación, y a veces también el punto de llegada.”

-Sir Arthur Conan Doyle

Lo primero que quisiera dejar claro es que el atroz sufrimiento que se vive a diario en la frontera no es casual. No es un error, tampoco un malentendido. Es el resultado previsto e intencionado de políticas que todos los niveles de gobierno aplican a ambos lados de la frontera. Estas políticas tienen objetivos que benefician directamente a sectores bien conocidos de la población de ambos países. Puede ser malvado pero no es absurdo. Si esto te suena duro, te hablaré ahora sobre lo que realmente pasa.

Cuando empecé a trabajar en el desierto, observé algunos movimientos muy extraños de la Patrulla Fronteriza. En ciertas áreas vigilaba muy concienzudamente y en otras muy poco, y esta vigilancia no coincidía precisamente con las áreas más concurridas o con las de poco tránsito. De hecho, con este tipo de vigilancia claramente pretendían canalizar el paso de los migrantes hacia las áreas más transitadas y no hacia las de menos actividad. Además, la Patrulla Fronteriza mantenía un perfil bajo hasta el extremo situado más al norte de la ruta. Ahí había de nuevo una vigilancia moderada, pero no la que uno esperaría dada la cantidad de personas que circulan en ese tramo.

Luego empezaron a construir muchas torres de vigilancia. Pero, de igual modo, las torres no se construyeron en los lugares de más movimiento sino en los extremos. Parecía que su intención era obligar a que las personas regresaran a las zonas más transitadas y no salieran de ellas. ¿Qué ocurría?

En ese tiempo yo hablaba a menudo con migrantes que viajaban en grupos hasta que los helicópteros los dispersaban. La Patrulla Fronteriza sobrevolaba sobre ellos a pocos metros de altura y todo el mundo salía corriendo en distintas direcciones hasta que en poco tiempo había 30 personas caminando perdidas por el desierto en grupos de dos o tres. Lo que parecía extraño era que la Patrulla Fronteriza muchas veces ni siquiera hacía el esfuerzo de detener a esos grupos después de dispersarlos, simplemente el helicóptero se alejaba. ¿Por qué?

Súmale lo siguiente. A lo largo de los años, la organización para la que trabajo ha hecho un análisis bastante profundo del área que cubrimos, una de las zonas más duras y de mayor tránsito de toda la frontera. Tenemos una idea bastante acertada de dónde empieza el camino, por dónde transcurre, cuál es su destino, dónde hay más o menos tránsito en determinado momento, cuáles son los tramos de embudo, etc. De veras, creo que si yo trabajara para la Patrulla Fronteriza podría indicarles en un mapa cómo sellar todo el sector. No es necesario tener estudios superiores. Recuerda que quienes hacemos el trabajo somos voluntarios de la sociedad civil sin capacitación, con unidades GPS económicas, camionetas destartaladas, programas de cómputo básicos para el mapeo, celulares baratos de poco alcance y presupuestos muy reducidos. ¿Te parece lógico que nosotros sepamos todo esto mientras que el gobierno de los Estados Unidos de América lo sigue ignorando a pesar de sus helicópteros, aviones teledirigidos, sensores electrónicos, flotas de vehículos en perfectas condiciones, aparatos de visión nocturna, sofisticadas tecnologías de comunicación, vigilancia y mapeo, decenas de miles de empleados a sueldo y una inagotable fuente de dinero para despilfarrar cuando les da la gana? En lo personal, no lo creo. ¿Qué está pasando?

Aun aceptando como válidos los objetivos enunciados sobre la frontera, esta situación no tiene sentido en absoluto. En cambio, si aceptamos que los objetivos reales no son los que dicen, de repente nos cae el veinte. El objetivo de la Patrulla Fronteriza —y el objetivo de las políticas que aplica— no es en absoluto DETENER LA MIGRACIÓN ILEGAL, sino administrar y controlar la migración. Confía en lo que te digo.

Pero ¿con qué objetivo? ¿Para beneficiar a quién? Ponte cómodo porque es complicado.

En primer lugar, está más claro que el agua que la economía de los Estados Unidos depende en gran parte de la sobreexplotación de la mano de obra indocumentada. Tú y yo sabemos que es cierto, los guatemaltecos que trabajan de sol a sol saben que es cierto, pero es un tabú mencionarlo en público. Me vas a disculpar pero cualquiera con dos dedos de frente podrá ver que si el gobierno construyera un Muro de Berlín de tres mil kilómetros de un día para otro, hiciera redadas y mañana deportara a todas las personas indocumentadas, se produciría un caos general en las industrias agrícola y ganadera, de la construcción y posiblemente en la red de distribución de alimentos que podría llevarnos incluso a una hambruna. No exagero. Los que elaboran las políticas para la frontera no son tontos. Saben lo que hacen aunque ni siquiera los racistas alcancen a entenderlo. No importa lo que digan los políticos o analistas, no creo que nadie pueda poner fin a la inmigración ilegal mientras haya necesidad de mano de obra indocumentada para mantener la estabilidad del sistema económico. Entiendo que esto suena terrible para quienes no soportan ver que se maltrata a la gente y se la descarta como un pañuelo desechable: lo más importante es que la migración siga siendo administrada y controlada.

La política fronteriza es una farsa trágica con resultados fatales. Su objetivo es que el ingreso al país sin documentos sea extremadamente peligroso, traumático, caro, pero posible. El objetivo no es evitar que venga la gente, sino más bien garantizar que, cuando venga, la amenaza de la deportación tenga mucho peso, es decir, cueste mucho dinero. Regresar significará jugarse la vida. Significará tal vez no volver a ver nunca a la familia. Y todo esto se hace, supuestamente, para poner a disposición de los patrones estadounidenses una inmensa reserva de mano de obra a la que se mantiene vulnerable y por tanto fácil de explotar, que a su vez presiona a la baja los salarios de los trabajadores con ciudadanía estadounidense. Por eso el viejo dicho de que los “ilegales que llegan a nuestro país nos quitan nuestros empleos” convence a mucha gente. Como toda buena mentira, logra su impacto porque omite la parte más importante de la verdad.

Aquellas personas que creen que la aplicación de las leyes de migración y fronteras protege el empleo o el salario de los trabajadores estadounidenses han hecho un análisis erróneo del escenario. Aunque veamos la situación sólo desde la perspectiva capitalista, es lógico suponer que, si los trabajadores indocumentados no enfrentaran tanto riesgo y opresión, se comportarían como cualquiera y tratarían de obtener la remuneración más alta posible a cambio de su mano de obra. De hecho, estos mismos trabajadores han demostrado, una y otra vez, cómo luchar para obtener un salario más alto a pesar de enfrentar muchos obstáculos que no tienen los demás trabajadores. Pero la aplicación de la ley migratoria y de fronteras mantiene bajos los salarios para todo el mundo y ése es el objetivo.

Otra ventaja para ellos, fácil de entender, es la siguiente: el reciente auge de la histeria contra los migrantes se parece mucho al clima de temor antimusulmán que se creó hace cinco o diez años. Es evidente que tiene que ver con las campañas electorales. Como la guerra en Irak está concluyendo y Al Qaeda no ha actuado en el país en los últimos años, el debate sobre la migración se ha convertido en el tema central de seguridad nacional para los políticos.

La estrategia de los republicanos fue bastante clara. Esperaban retomar el poder apelando al temor, a la ansiedad, a la vergüenza y al racismo de los blancos. La estrategia de los demócratas fue más sutil. En primer lugar, culparon a los republicanos por la falta de avances en la problemática migratoria. Calcularon que con esto mantendrían el apoyo de las comunidades de migrantes a la hora de votar. En segundo lugar, no hicieron nada por promover medidas a favor de los migrantes para no perder el apoyo de los votantes antimigrantes. En tercer lugar, aceleraron las deportaciones. El gobierno de Obama deportó a casi 400 mil personas en 2010, cifra récord para un año. Ahora puede usar esa cifra como ejemplo de su firmeza ante la migración. Dado su empeño en hacer cumplir la ley, los demócratas esperaban granjearse el voto de la ciudadanía conservadora en las últimas elecciones [2010] e incluso en las siguientes [2012]. Veremos alguna variante de esta farsa en 2012 salvo que sea desplazada por otra guerra o por un ataque terrorista importante.

Va un último factor: muchos proyectos de ley que se convierten en políticas gubernamentales los redactan las grandes empresas, lo cual les reporta grandes beneficios. El proyecto de ley 1070 de Arizona, que obliga a la policía a encarcelar a cualquier persona que no pueda demostrar su estancia legal en el país, fue redactado en diciembre de 2009 en el hotel Grand Hyatt de Washington, D.C. por ejecutivos de la Corrections Corporation of America (CCA), empresa millonaria y la más grande de la industria privada de prisiones del país. Esto tuvo lugar en una reunión de ALEC, siglas en inglés del Consejo Estadounidense para el Intercambio Legislativo, cuyos integrantes son legisladores locales y empresas poderosas. Si bien se han anulado algunas partes de esta ley, podría entrar en vigencia, lo que significaría el encarcelamiento de cientos de miles de migrantes y la generación de cientos de millones de dólares de utilidades para las empresas que los recluirían, como la CCA. Sobra decir que no le conviene a esta industria que cese la migración de indocumentados. Le conviene que ingresen más migrantes para llenar sus cárceles.

¿A quién le beneficia que los migrantes mueran en el desierto? En un sentido amplio, toda la clase dominante sale beneficiada. Es así de terrible, pero eso no es todo. Para relatar otra parte de la historia vamos a retroceder un poco.

Para empezar, recordaré una breve lección de historia, empezando con algunas verdades incómodas. Los colonos europeos usurparon todo el continente americano, incluyendo lo que hoy es Estados Unidos, a sus habitantes originales en una orgía, plenamente documentada, de derramamiento de sangre, masacres, traición y genocidio de una magnitud tal que quizá no tenga precedentes en los miles de años de historia de los horrores cometidos por los seres humanos. Tras 500 años, este monstruoso crimen persiste, nunca ha sido reparado y se sigue cometiendo hasta el día de hoy.

Todo el mundo lo sabe pero prefiere ignorar lo que de verdad significa. Y lo que significa es esto: salvo que seas lo bastante honesto para admitir que el poder impone su razón porque estás del lado de los vencedores, tendrás que admitir que los gobiernos federal, estatal y local de Estados Unidos, y sus dependencias como la Patrulla Fronteriza y la Agencia de Migración y Aduanas, son instituciones desnaturalizadas, sin ninguna autoridad legítima en el territorio que actualmente controlan. Me gustaría que alguien encontrase una manera ética, lógica o incluso legal de desmentir lo que sostengo, pero no voy a perder el sueño esperando.

Es importante enmarcar el asunto de la siguiente manera: ¿Quiénes son las personas que dicen tener el control legal sobre el territorio indígena? ¿Qué derecho tienen de decir a la gente cuándo y por dónde puede trasladarse? Son los descendientes de las primeras personas que poblaron estas tierras quienes tienen el derecho de decidir quién puede transitar entre México y Estados Unidos, no los descendientes de los colonizadores ni las instituciones por ellos creadas. La mayor parte de los llamados migrantes ilegales tienen más derecho sobre este continente que la mayoría de los hipócritas que los condenan y los persiguen.

Para no alargar esta historia, demos un salto al primero de enero de 1994, día en que entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y que a su vez tuvo como respuesta el histórico levantamiento armado de miles de indígenas en el sureste de México. Se adjudicaron el nombre de zapatistas en alusión al así llamado revolucionario mexicano y declararon que se oponían a este Tratado porque significaba un golpe mortal a su forma de vida. Su análisis de la situación pronto convenció, su proyecto de autonomía indígena no ha podido ser derrotado y sus acciones fueron la chispa que desencadenó toda una época de resistencia mundial al capitalismo, pero ésa es otra historia que por fortuna todavía sigue su marcha.

Además de la devastación que provocó en las ciudades industriales de Estados Unidos, el TLCAN significó una catástrofe para la agricultura mexicana. Como parte de su preparación para la firma del Tratado, el gobierno mexicano enmendó el artículo 27 de la Constitución a fin de permitir la privatización de las tierras ejidales y comunales. El TLCAN abrió la puerta a las agroempresas como Cargill y Archer Daniels Midland para que inundaran el mercado mexicano con maíz y otros productos agrícolas altamente subsidiados, sacando del mercado a casi todos los pequeños productores mexicanos. Como habían previsto los zapatistas, este proceso significó que millones de mexicanos —de por sí pobres— abandonaran sus tierras y cayeran en picada. El resultado fue una ola de migración masiva; millones de personas dejaron sus hogares para buscar trabajo en las ciudades de México, en las maquiladoras, muchas de ellas de empresas estadounidenses en el norte de México, y en los Estados Unidos. Ese mismo año, el gobierno de Clinton dio inicio a la Operación Guardián, programa que canalizó una enorme cantidad de dinero para los operativos de la Patrulla Fronteriza en el sector de San Diego, en la frontera de California. El gobierno federal de EEUU aumentó mucho su vigilancia en este tramo y construyó un muro de 23 kilómetros entre San Diego y Tijuana. La Operación Guardián marcó el inicio de un proceso de creciente militarización en la frontera, impulsado por los gobiernos de Clinton, Bush y Obama, que dura ya más de 20 años. Esto significa que cada año en la frontera hay más agentes de la Patrulla Fronteriza, guardias nacionales, helicópteros, cercas, torres, retenes, sensores, armas y perros. Comprender el significado de esta militarización ayudará a aclarar qué está pasando de verdad y por qué.

Según me cuentan, antes era mucho más fácil cruzar la frontera. La mayoría de las personas cruzaba por áreas urbanizadas más seguras como San Diego o El Paso, o por el Valle del Bajo Río Bravo en Tejas. Al comenzar la Operación Guardián, la Patrulla Fronteriza hizo mucho más difícil cruzar la frontera por estos puntos; con el pasar de los años, de manera metódica ha canalizado el tránsito hacia lugares remotos, hacia desiertos y montañas. Como consecuencia de ello, miles de personas han muerto de insolación, frío, enfermedades, heridas, hambre y sed. En este momento creo que el proceso ha llegado a un punto muerto. El gobierno ha canalizado a los migrantes hacia los lugares más remotos y peligrosos de la frontera, y ése era su objetivo. Esto no quiere decir que no haya variaciones en su actuación: la Patrulla Fronteriza a veces ejerce mayor vigilancia en algunos lugares y menos en otros, pero en general la situación es así.

Los cambios que causó la Operación Guardián han producido algunos resultados importantes. Muchas personas antes llegaban a trabajar durante una temporada, retornaban a sus casas y se presentaban de nuevo al año siguiente. Esto es menos común ahora, que ingresar al país es un vía crucis. Ahora las personas llegan con la intención de quedarse el mayor tiempo posible. Además, los que cruzaban antes en su mayoría eran hombres que dejaban a sus familias en el sur. Hoy en día cruzan muchas más mujeres y niños porque, para los hombres que van al norte a trabajar, dejar a sus familias tampoco es una buena opción. Por otra parte, con el auge de las deportaciones hay mucha gente que quiere volver a entrar porque ha vivido largos periodos en Estados Unidos y quiere reunirse con su familia. Este grupo de personas se enfrenta a graves problemas si se topa con dificultades en el camino. He escuchado decir a algunos cuyos hijos viven al sur de la frontera, “Pensé que iba a morir y sólo pensaba en mis hijitos. Prefiero regresar que arriesgar mi vida otra vez.” Si la gente tiene hijos al norte de la frontera, a menudo dice, “Si tengo que jugarme la vida para regresar a mi hogar y ver a mis hijos, lo haré”.

Espero haber sido claro al decir que esta política de canalizar el tránsito de migrantes hacia los lugares más peligrosos no implica para nada que su objetivo sea detener, ni siquiera desalentar, el ingreso de la gente indocumentada. Esta estrategia, compleja y algo perversa, tiene una serie de ventajas. Permite a los políticos mantener una fachada de firmeza ante las cámaras a la vez que cubre la demanda de mano de obra que necesitan la agricultura y las procesadoras de carne de Estados Unidos. También crea un ambiente favorable para que el gobierno otorgue contratos muy beneficiosos a las grandes empresas: por ejemplo, a Wackenhut para el transporte de los migrantes; a la Corrections Corporation of America para encarcelarlos; o a Boeing para la construcción de la infraestructura de vigilancia. Justifica también los abultados salarios de las 20 mil personas que trabajan para la Patrulla Fronteriza. Y hay otros beneficiarios de los cuales hablaremos más adelante. En general, podemos concluir que la militarización de la frontera hace posible que el gobierno transfiera a las grandes empresas enormes cantidades de dinero que sólo han sido superadas en los últimos veinte años por el despilfarro en la guerra en Irak.

Esta política ha tenido también un resultado instructivo. Antes era mucho más fácil cruzar la frontera. También más barato. Esto no es una novedad para la gente que conoce cómo funciona la ley de la oferta y la demanda. Un servicio es más caro cuanto más difícil es conseguirlo, y el servicio de cruzan indocumentados ilegalmente por la frontera es un ejemplo perfecto de esta ley. El pago no hacía más que subir a medida que la Patrulla Fronteriza canalizaba a la gente hacia zonas más alejadas de las ciudades, que establecía más retenes y que alargaba el viaje; de hecho, el pago subió tanto que el tráfico de personas se volvió casi tan lucrativo como el tráfico de drogas. En ese momento, los cárteles, que ya controlaban el tráfico de drogas, vieron la oportunidad de ganar más dinero, por lo que eliminaron la competencia y se apoderaron del negocio en su totalidad. Este proceso transformó dramáticamente lo que había sido un asunto de bajo perfil y se convirtió en una industria lucrativa, totalmente centralizada y cada vez más brutal, donde están en juego miles de millones de dólares. No cabe duda de que son estos cárteles los principales beneficiarios de las políticas relacionadas con las drogas, el comercio y la migración que Estados Unidos y México han puesto en práctica desde que terminó la Guerra Fría.

El dominio absoluto de los cárteles sobre este próspero negocio significó, para sorpresa de nadie, el uso de métodos extraordinariamente inhumanos para el manejo de masas. Suelen llamarlas redes de polleros, algo así como “arrieros de ganado,” lo cual da una idea del valor que tiene la vida de los seres humanos para los cárteles cuando los transportan hacia Estados Unidos. He visto cómo llevan por el desierto grupos de hasta cincuenta personas —y me han hablado de grupos de hasta cien— como si fuera ganado, mientras los enfermos y lesionados caminan rezagados e intentan desesperadamente mantener el paso. Me han dicho que hacen el recorrido a pie en menos de doce horas cuando, aún en las mejores condiciones, la azarosa travesía dura entre cuatro y cinco días. El guía deja a muchas personas a su suerte cuando por algún motivo no pueden seguir caminando y el resultado es casi siempre la muerte.

Debido a la militarización de la frontera, los precios han subido de tal manera que las redes que los transportan cobran alrededor de cinco mil dólares por pasar a los guatemaltecos a Estados Unidos y seis mil a los salvadoreños. Las tarifas para los mexicanos varían mucho, pero no son nada baratas. Tiene su lógica. Como muchas personas que quieren emigran no tienen seis mil dólares a la mano, los cárteles han ideado varias soluciones ingeniosas para este problema, que a menudo tienen que ver con el secuestro y la esclavitud. He conocido a personas que han pasado sus primeros años en Estados Unidos trabajando sólo para pagar el precio del viaje, algunas de ellas en condiciones de descarada esclavitud. He conocido a personas que sobrevivieron al paso del desierto sólo para que al llegar las detuvieran los mismos traficantes que los trajeron para exigir un rescate por sus vidas. Los que pudieron juntar unos cuantos miles de dólares obtuvieron su libertad. A los que no pudieron pagar los golpearon durante días y los abandonaron en el desierto donde, minutos después, agentes de la Patrulla Fronteriza los detuvieron y deportaron en abierta colusión con los secuestradores. No bromeo. Es escandaloso.

Aunque suene terrible, la anécdota no logra transmitir la crueldad del control que ejercen los cárteles con el patrocinio gubernamental. Las mujeres migrantes continuamente sufren violaciones y acoso sexual en cada paso del proceso migratorio. El gobierno contribuye a agudizar esta situación porque, al canalizar el tráfico hacia lugares remotos, prácticamente asegura que para entrar a EEUU las mujeres tengan que enfrentar situaciones donde la violación y el acoso sexual están a la orden del día. Asimismo, grupos de asaltantes armados circulan por los caminos y roban a los migrantes. En mi opinión, los cárteles controlan a los asaltantes y así roban a sus propios clientes; otros trabajan por cuenta propia, aprovechándose de lo fácil que es asaltar a gente vulnerable que a menudo lleva encima todos sus ahorros. Repito, el gobierno es quien principalmente crea las condiciones de las que gozan estos inhumanos asaltantes al canalizar a los migrantes hacia zonas remotas.

Para ser justos, también algunas veces he oído hablar de integrantes de los cárteles de bajo rango que se han comportado de forma decente, compasiva y hasta heroica. Cabe señalar que los guías —las personas que conducen a los grupos a través del desierto hasta pasar los retenes— están en el puesto más bajo de la jerarquía de las redes. Sus vidas valen poco más que las de los migrantes. Conociendo el trabajo en el desierto, entiendo que ser guía puede ser muy estresante. Para llevar a grupos grandes a través de áreas inhóspitas sin agua potable, en la oscuridad o bajo un calor infernal, se arriesgan a ser cazados por unos tipos con aspecto militar provistos de armas y helicópteros. Sus jefes seguro que no son la clase de persona que uno quisiera hacer enojar. Es, pues, lógico que los guías no quieran poner en riesgo a todo el grupo a causa de una o dos personas que no pueden seguir el paso. En tales circunstancias cualquiera saca sus peores cualidades. Esto que digo no es para disculparlos ni para eximir de su responsabilidad a estas personas que, aunque sin autoridad en las redes, cometen faltas imperdonables. Más bien quiero dejar claro que la culpa es de las personas que están en el poder, las que crearon esta pesadilla y que más ganancias obtienen de ella.

En ese sentido, es importante comprender la relación que existe entre los gobiernos y los cárteles. En pocas palabras: unos necesitan a los otros. Comparten los mismos intereses. Precisando más, en los Estados Unidos los cárteles necesitan del gobierno y el gobierno saca provecho de los cárteles. Los cárteles dependen del gobierno de EEUU para mantener los precios de sus bienes y servicios artificialmente altos. El gobierno necesita a los cárteles para justificar la canalización de miles de millones de dólares a las grandes empresas cuyos intereses defiende. Del lado mexicano, no tiene sentido hablar del gobierno y de los cárteles como si no fueran una y la misma cosa. El gobierno mexicano y los cárteles luchan para controlar el mercado millonario de las drogas y los migrantes creado por Estados Unidos. Esta pelea sangrienta de todos contra todos empeoró cuando el gobierno federal mexicano entró a la contienda en diciembre de 2006, poniendo fin al acuerdo de no inmiscuirse con los cárteles y enlutando al país con decenas de miles de muertos.

Algunos analistas usan el término “colombianización” para indicar que la situación en México es muy similar a la de Colombia. Tal vez lo que más llama la atención es la complicidad cada vez más sofisticada entre los funcionarios del gobierno y los cárteles contra los cuales supuestamente están en guerra. Las relaciones son estrechas y la connivencia se da en ambos sentidos.

Los Zetas, el cártel más violento del país, fue fundado por miembros del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales, un grupo de élite que el ejército mexicano estableció en 1994 para combatir a los rebeldes zapatistas de Chiapas. En esa época, unos 500 elementos del GAFE se capacitaron en el Séptimo Grupo de Fuerzas Especiales del ejército de Estados Unidos en el Fuerte Bragg, Carolina del Norte. Entre 30 y 200 elementos desertaron luego del ejército mexicano para convertirse en sicarios y dar protección al cartel del Golfo, narcotraficantes con bases bien establecidas. Posteriormente se separaron para establecer su propio cártel.

A nivel local y estatal, la corrupción de cuerpos policíacos, presidentes municipales, jueces y otros funcionarios gubernamentales a manos de los cárteles está muy extendida. A nivel nacional existen pruebas contundentes que demuestran que el ejército mexicano y el gobierno federal están protegiendo al cártel de Sinaloa, el más grande y adinerado, con la ilusión de que éste derrotará a sus rivales y pactará un acuerdo duradero con el gobierno, tal y como sucedió con sus similares de Colombia.

Es evidente que los cárteles han logrado infiltrarse en las fuerzas de seguridad mexicanas. También lo han hecho del lado de EEUU pero con menos fuerza. Por ejemplo, un alto porcentaje de las drogas que entran a EEUU pasa por las garitas oficiales sin inspección alguna porque hay agentes aduanales corruptos que permiten el paso de ciertos vehículos. Sin embargo, en general los arreglos de ambos lados de la frontera no son tan burdos y casi nunca hay un contacto directo entre, digamos, la Corrections Corporation of America, la Patrulla Fronteriza, el cártel del Golfo y el ejército mexicano. Lo fundamental es que estas organizaciones tienen intereses que embonan, se benefician de las actividades de las demás y por lo general cuidan los intereses de todos para que siga el negocio. Esta infernal trinidad de gobierno, empresas y crimen organizado —tres maneras de decir lo mismo— es un temible adversario contra el cual hay que luchar para acabar con las muertes en el desierto en un futuro próximo.

“Vivir para ser libres o morir para dejar de ser esclaves”

“¡Todavía no nos han escuchado tronar!” -Consigna en una manifestación contra la ley antimigrantes SB1070

Las élites corporativas, gubernamentales y criminales que obtienen grandes beneficios del sufrimiento en la frontera son despiadadas y poderosas, pero no son omnipotentes. No son los únicos actores en este drama y no controlan la situación por completo. Las personas logran atravesar el desierto porque son valientes e ingeniosas, no porque la Patrulla Fronteriza las deje pasar. Los mismos senderos son un testimonio extraordinario del ingenio humano: serpentean por cañones y montañas buscando siempre el Norte y los mejores lugares para cobijarse.

En EEUU residen alrededor de doce millones de personas indocumentadas. Mi trabajo en el desierto me ha enseñado que no todas las personas migrantes son iguales. Los migrantes no somalvados ni víctimas. No son objetos pasivos sin respuesta ante las fuerzas mundiales. Son personas racionales que han optado por arriesgar sus vidas y yo he decidido apoyarlas en lo que pueda. A veces funciona y a veces no. A veces se gana y a veces se pierde.

La frontera no termina en “la línea” y el sufrimiento de los indocumentados tampoco. Todas las ciudades y estados están divididos por una frontera que, a veces, hasta nos divide a nosotros mismos. La frontera no es ni el primero ni el último de los retos que el capitalismo mundial tiene preparados para las personas sin papeles. Después de dejar atrás la frontera, los indocumentados entran a un mundo donde no pueden ganarse la vida legalmente ni llamar una ambulancia, acudir al hospital, comprar un seguro de salud o para su automóvil, manejar un carro, abrir una cuenta bancaria, usar una tarjeta de crédito, solicitar una hipoteca, firmar un contrato, ni utilizar una serie de alternativas que tenemos las personas con ciudadanía. Si por cualquier motivo alguna vez en tu vida has decidido vivir sin documentos, habrás podido apreciar lo difícil que es andar así a tiempo completo en esta sociedad.

La inmigración ilegal es una forma legítima de resistir las inequidades del capitalismo mundial para millones de personas en todo el mundo. Se trata de una resistencia indirecta, pero logra su cometido. Funciona de dos maneras. En primer lugar, las remesas que los trabajadores migrantes en Estados Unidos, muchos sin documentos, enviaron a sus familias en México superaron los 21 mil millones de dólares sólo en 2010. Si sumamos todas las remesas de los trabajadores migrantes enviadas desde el Norte a sus familias en el Sur, es una cantidad impresionante. Ese dinero representa sin duda una enorme cuota de sudor y explotación, pero se trata posiblemente de una de las redistribuciones de riqueza de ricos a pobres más importantes en toda la historia de la humanidad. En segundo lugar, la migración de Sur a Norte, la mayoría ilegal, ha provocado cambios demográficos considerables en los países del Norte y en particular en Estados Unidos. Estos cambios tal vez conduzcan a nuevos cambios sociales importantes en este país y a una restructuración más equitativa del sistema económico mundial, equilibrando el tremendo contraste de riqueza entre los países del Norte y del Sur que constituye uno de los principales motivos de la migración.

No hay garantías de que así suceda. Varias generaciones de inmigrantes han dejado de estar en los márgenes de la sociedad para entrar a la clase media sin que se hayan producido cambios radicales. De hecho, así fue como los colonos se apoderaron de la tierra. Sin embargo, un rasgo distintivo de EEUU es que esta dinámica estuvo reservada sólo para los inmigrantes de ascendencia europea. No podría demostrarse que en este país se pueda asimilar o segregar a la actual corriente de migrantes no europeos sin socavar, a la larga, los cimientos de supremacía blanca sobre los cuales se fundó el país.

Este cambio demográfico inminente ha causado bastante ansiedad a algunos estadounidenses poderosos, y a algunos menos poderosos que no han valorado todas las posibles ramificaciones de la situación. Yo pienso que cuanto más rápido, mejor, ya que, aun tratándose de que la supremacía blanca se reduzca parcialmente en Estados Unidos, la mayoría de los estadounidenses “blancos”, como yo, saldremos beneficiados. El que a hierro mata, a hierro muere.

Aparte de que es infame subyugar a los pueblos, la seguridad del opresor no está garantizada. Es impresionante cómo los afroamericanos pudieron librarse de la esclavitud en Estados Unidos y del apartheid sin una matanza indiscriminada de blancos. Ciertamente, de haberse producido, se hubiera entendido y tal vez hasta justificado. Creo que la situación hubiera sido peor si algunas personas blancas no hubieran cuestionado el racismo. No quiero especular sobre si los miles de millones de personas que actualmente son discriminados en todo el mundo serán tan benévolos cuando la situación se revierta. Mejor pongámonos del lado correcto ahora que todavía estamos a tiempo.

En todo caso, el sistema se está derrumbando. Todas las personas habitamos en este mismo pequeño planeta. El estilo de vida que heredamos ha resultado ser un desastre para la biosfera y para las posibilidades de supervivencia humana a largo plazo. He escuchado decir que mi generación es tal vez la primera de estadounidenses blancos que no sólo tiene el imperativo ético de cambiar el rumbo, sino que también conviene a nuestros propios intereses hacerlo. Si no lo detenemos, el sistema actual destruirá la tierra y nuestros hijos no tendrán más que migajas.

Claro que es complicado. Los seres humanos nos hemos sometido unos a otros y hemos destruido la tierra desde mucho antes de que existiera la construcción social llamada “ser humano blanco”. Es obvio que cometer tales barbaridades no fue privativo sólo de nuestros ancestros europeos. La supremacía blanca no es la única viga en este tinglado, pero sí es importante. Hoy en día, creo que no podremos detener la destrucción de nuestro planeta sin antes combatir las estructuras de la supremacía blanca, ni al revés.

Por tanto, la respuesta no es que los estadounidenses blancos sigamos defendiendo lo indefendible a costa de nuestra autoestima ni que nos autoinmolemos. Para los que nos sentimos aludidos, se trata de analizar cuidadosamente de qué lado estamos y actuar de manera congruente. Aunque no lo creas, la historia nos ofrece muchos ejemplos de personas que tomaron la decisión correcta, por ejemplo, personas que reprimieron y colonizaron para luego unirse a los colonizados y a los oprimidos. Hay ejemplos de personas blancas que participaron en el movimiento clandestino durante la época de la esclavitud, cristianos que acogieron a judíos durante el holocausto, estadounidenses blancos que participaron en el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos, sudafricanos blancos que se opusieron al apartheid, estadounidenses que participaron en el movimiento Santuario durante las guerras de los años ochenta en Centroamérica e israelís que actualmente se oponen a la ocupación de Palestina, entre otros. Es noble situarse en este lado de la historia. Los que podamos debemos seguir este camino y estar orgullosos de ello.

Quienes no están de acuerdo dirán que somos traidores, como si apoyáramos a un gobierno extranjero. Sin embargo, nos hemos comprometido con algo más antiguo y más sabio que cualquier Estado-nación y son los apologistas del orden actual los que nos han dado la espalda y han perdido el rumbo.

Trabajar en la frontera me ha enseñado una y otra vez que no podemos ignorar una parte del sistema. Una vez que empezamos a deshilvanar un hilo vemos que forma parte de toda la soga. Los asesinatos en Ciudad Juárez no terminarán sin que se produzcan cambios estructurales en todo México, lo cual no ocurrirá sin cambios estructurales en Colombia y en los otros países productores de cocaína, lo cual no ocurrirá sin cambios estructurales en Estados Unidos, etc. Y cambiar el orden o la cantidad de los factores no altera el producto. Luchar contra las deportaciones internas es lo mismo que luchar contra la militarización de la frontera. Esto tiene implicaciones mundiales pero aplica especialmente en el caso de México, de Estados Unidos y de su malogrado vástago, La Frontera. La situación de la frontera no mejorará sin que la situación cambie en ambos países, y los problemas de un país no se resolverán hasta que no se resuelvan los problemas del otro.

Una vez le pregunté a un joven oaxaqueño qué se necesitaría para poner fin a las muertes en el desierto. “Una revolución binacional,” me contestó sin titubeo. Nos reímos a carcajadas por lo improbable de que tal cosa sucediera. Pero alguna vez palabras similares también sonaron imposibles para los egipcios y los tunecinos.

Los voluntarios nuevos a veces me preguntan cómo sería una política fronteriza justa. Les digo que no existe; son términos contradictorios. No me interesa solucionar el entuerto que las autoridades han creado. A largo plazo la única esperanza para solucionar la crisis de la frontera sería un cambio sistémico mundial que asegure el libre movimiento de los pueblos, que rechace el control del Estado sobre el territorio, que respete la autonomía y la soberanía indígenas, que enfrente los legados de la esclavitud y la colonización, que asegure el acceso equitativo a los recursos para los países del Sur y del Norte, y que transforme profundamente la relación que tienen los seres humanos con el planeta y con todas las variedades de vida que lo habitan. ¡Tarea mayúscula! ¿Por dónde empezar?

Podemos empezar en el desierto, pero no es el único lugar. Nuestro trabajo es importante por el hecho innegable de que salva las vidas de quienes encuentran el agua, los alimentos que dejamos o se topan con nosotros. Conozco a varias personas que sin duda habrían muerto si no hubieran encontrado los recursos que pusimos a su alcance y también a personas que pudieron regresar con sus familias porque nosotros los apoyamos. No lo digo para darme palmaditas en la espalda sino para dejar claro que es posible comenzar en cualquier lugar.

A veces la gente se lamenta porque parece que nuestro trabajo no es más que un parche. Esta expresión siempre me irrita porque existen muchos riesgos y la metáfora no hace justicia a la dura realidad. Una vida significa mucho para la persona que la vive. “Un torniquete,” les digo, “quieres decir que no deseas que nosotros sirvamos solamente como un torniquete.” Sin embargo, nuestro trabajo tiene la desventaja de que siempre estamos atendiendo los síntomas y no las causas. No estoy seguro de que lo que hacemos tenga mucho impacto en las causas estructurales que provocan que la gente migre a través del desierto. Podemos tener la sensación de que siempre estamos limpiando lo que otros ensucian, como si siempre estuviéramos reparando los daños que un padre alcohólico y abusivo causa en su familia. Es mejor que nada, pero lo que hay que detener es el abuso en sí.

Acciones directas muy efectivas pueden terminar siendo sólo paliativos. El problema reside en que es más fácil establecer metas viables y cuantificar los logros cuando se trata de individuos que de un sistema. Puedo visualizar fácilmente los pasos que tengo que dar para dejar veinticinco galones de agua en un camino. Cuando me despierto por la mañana sé lo que tengo que hacer para llevar a cabo esa tarea. Me cuesta mucho más pensar en cómo sacar a la Patrulla Fronteriza del desierto, y todavía más pensar cómo efectuar cambios en la estructura económica a nivel mundial. Se podría decir que es mejor tener éxito en lo que sabemos hacer que fracasar en lo que no sabemos hacer, pero eso es puro derrotismo. La verdad es que no quiero seguir dejando agua en los senderos otros veinticinco años. Entonces, ¿qué hacer?

Afortunadamente, ninguno de nosotros tiene que hacerlo todo. No pretendo ser como Moisés y liberar a mi pueblo. Así no se produce un cambio social significativo. Tengo que hacer lo que pueda pero sólo el pueblo puede liberarse a sí mismo. Además, no puedo tomar las decisiones cuando se trata de una lucha por la liberación de otras personas. Estoy seguro de que existen millones de personas, las más afectadas por la migración y por las leyes sobre la frontera, que seguirán luchando. Siempre habrá muchas tareas que nosotros, los ciudadanos estadounidenses blancos, podremos hacer si estamos en sintonía con esas luchas. Si mi modesto trabajo en el desierto ayuda a que se sigan canalizando 21 mil millones de dólares de ricos a pobres, estaré satisfecho.

Tras este preámbulo, permíteme amigo lector que te hable con franqueza. Hay otros problemas infames en el mundo además de las muertes en el desierto. Sí, es terrible y me afecta mucho. Quiero que se detenga. Te pido que encuentres la manera de participar aunque no te puedo decir cómo. Trabajar en el desierto es una manera, pero no la única. Existen en casi todos los rincones del país comunidades de indocumentados. ¿Cómo está la situación donde vives y de qué manera puedes contribuir? También existen grandes empresas en todas partes que se benefician de la situación. ¿Qué podrías hacer?

Se ha dicho que para lograr un cambio sistémico con metas alcanzables primero hay que encontrar los eslabones del sistema donde podemos hacer fuerza para provocar transformaciones. Estos puntos de palanca se han llamado los eslabones de producción, de destrucción, de consumo, de decisión y de compromiso. No es un esquema perfecto pero sí es útil para analizar cómo podemos intervenir en una situación concreta. ¿Cuál podría ser una acción directa sobre el eslabón de producción? ¿Provocar demoras en la construcción de una prisión de la empresa CCA? ¿Una acción en el eslabón de destrucción? ¿Habría formas de interferir en las operaciones de la Patrulla Fronteriza o de la Agencia de Inmigración y Aduanas, o en los operativos de deportaciones? ¿Y qué me dices del eslabón de consumo? ¿Podría ejercerse presión sobre las empresas para que no cumplan con las leyes antimigrantes u organizar boicots a las empresas que sí las cumplen? ¿El eslabón de decisión? ¿Tal vez obstaculizar las reuniones o los procesos legislativos? ¿Qué acciones directas podrían llevarse a cabo en el eslabón de compromiso? ¿Cuáles son las mentiras y los supuestos que justifican el maltrato a los migrantes? ¿Qué puedes hacer para cambiar el discurso? ¿Qué otras ideas tienes?

La acción directa en el contexto de la ayuda humanitaria en el desierto es reciente. Hay muchas tácticas todavía por desarrollar y otras que no han perdido su eficacia todavía. Hay mucho que aprender y los que se acaban de integrar pueden aportar mucho. Es muy alentador comprobar que las alianzas binacionales, multiculturales e intergeneracionales que se han forjado en la fragua de la frontera tienen todavía mucha vida por delante. La clave está en utilizar plenamente estas alianzas en nuestra campaña para poner fin a las muertes en el desierto. El éxito de la campaña determinará de si ésta se transforma en una resistencia más profunda contra el sistema, es decir, contra las causas estructurales de esta problemática. Todavía no han escuchado nuestro tronar.

El desierto tiene muchos lugares que son sagrados para mí. Ahí está el último lugar en el que vi a Esteban, el lugar donde encontré a Alberto, los lugares donde murieron Claudia y José y Susana y Roberto. La piedra de Jaime, el cerro de Yolanda y el árbol de Alfredo. Me abruma pensar que, a pesar de todas las historias que conozco, tantas como cualquiera, no son más que una gota en el mar de historias que ahí han ocurrido. Los objetos personales que la gente va abandonando en el camino me las recuerdan constantemente, una manifestación palpable de las mejores cualidades, y de las peores, de la raza humana. No me considero una persona espiritual pero el valor de los efectos abandonados es inmenso y a veces oprime. Yo amo el desierto. Me entristece que sea el escenario de tanto sufrimiento. Me consuela pensar que algún día, quizá cuando no vivan más seres humanos en este planeta, ya no existirán los Estados Unidos, ni México, ni helicópteros, ni muros, ni Patrulla Fronteriza, ni fronteras. Los artículos de plástico se degradarán, la memoria de este lugar desaparecerá y este pedazo del planeta sanará bajo el inmenso cielo azul y el sol implacable.

“Las paredes vueltas de lado son puentes”

Consigna pintada en el muro fronterizo, Nogales, Sonora, México

Anexo 1:

La Patrulla Fronteriza

Permíteme hablar un poco más sobre la Patrulla Fronteriza. No existe empleo público donde uno pueda ganar más sin tener el diploma de preparatoria que ser agente de la Patrulla Fronteriza. Por lo general, los agentes ganan US$45 mil el primer año, US$55 mil anuales durante el segundo y tercer año, y US$70 mil o más en los siguientes años. Es obvio que no pasan hambre.

No sé cómo relatar la cantidad de abusos que he escuchado a manos de estos individuos. He sabido de agentes que golpean a los migrantes, abusan sexualmente de ellos, les disparan, los tiran sobre cactus, les roban el dinero, les niegan agua y alimentos, deportan a menores de edad sin acompañante, manejan los vehículos como desposeídos llevando a los migrantes detrás encadenados en una especie de perreras, etc. A menudo he escuchado decir cómo la Patrulla Fronteriza detiene a narcotraficantes con costales de 20 kilos de mariguana para luego liberarlos o detenerlos por migrantes y no por posesión de drogas. ¿Y qué pasó con la mota? ¡A saber!

De por sí, ser agente de la Patrulla Fronteriza es un negocio redondo y parte del teatro consiste en exagerar el peligro que enfrentan para sacar más dinero de los contribuyentes. Por lo que yo he visto, los agentes creen que su trabajo es muy peligroso y que por ello todo el mundo se lo tiene que agradecer y se les debe compensar con un abultado salario. Cabe señalar que desde que la Patrulla Fronteriza inició sus actividades en 1904, un total de 111 agentes han muerto en el desempeño de sus labores, de los cuales 40 fueron asesinados. En el año 2010, de los 20 mil agentes, dos fueron asesinados y uno murió en un accidente de tráfico. Es imposible saber cuántos migrantes mueren cada año al cruzar la frontera. Una aproximación podría ser entre 500 y varios miles. Si esto se investigara, comprobaríamos que los agentes de la Patrulla Fronteriza corren menos peligro que los trabajadores de la construcción y del servicio de saneamiento, que los conductores de camiones, que los sexoservidores y que quienes desempeñan muchos otros oficios que sí son realmente peligrosos.

Otra cosa que podría decir cualquier agente de la Patrulla Fronteriza que se precie de ser tal es que nos está protegiendo de los terroristas. Cabe preguntar a quiénes, exactamente, está protegiendo. Como resultado de las acciones de la Patrulla Fronteriza han muerto más personas en el desierto que todas las muertes atribuidas a los ataques de Al Qaeda en suelo estadounidense, e incluso más de las que habrían muerto si todos los operativos desarticulados por la Patrulla Fronteriza hubiesen tenido éxito. Lo fundamental es que, mientras exista tan escandalosa desigualdad en el mundo, los estadounidenses nunca estarán a salvo.

Un número importante de agentes de la Patrulla Fronteriza procede de la clase obrera y muchos incluso son latinos. Para ser justos, he conocido a algunos agentes que han tratado a los migrantes con respeto. También diré que a veces han encontrado a personas extraviadas que sin duda hubiesen muerto, e incluso algunos agentes resultan ser tipos agradables. Sin embargo, la mayoría de los agentes de la Patrulla Fronteriza aplican las leyes que causan los problemas que he tratado de analizar en este ensayo. Sus actos individuales no tienen gran importancia porque los agentes nunca podrán ser parte de la solución mientras vistan el uniforme y porten armas. Si sólo se fueran a casa, los cárteles se quedarían sin ingresos y las muertes en el desierto cesarían.

He escuchado demasiados discursos en defensa de la Patrulla Fronteriza. Que no son el enemigo y que ellos, igual que los migrantes, se enfrentan a las mismas fuerzas económicas. No lo creo. La historia tiene muchos ejemplos de personas que traicionaron a su propio pueblo con tal de salvar su pellejo. Había capataces afroamericanos en las plantaciones; policías judíos en los guetos; exploradores indígenas encabezando las cacerías de jefes indígenas; y ahora hay agentes latinos de la Patrulla Fronteriza en el desierto. Eso no me sorprende. Además, opino que, cuando las personas se vuelven cómplices de atrocidades, no tengo porqué tenerles ninguna simpatía.

Hace poco, un amigo encontró los restos de una mujer que murió por deshidratación, enfermedad, insolación y cansancio a medio kilómetro de uno de los principales puntos que abastecemos con agua y alimentos. Incluso yo he dejado provisiones cientos de veces en ese lugar. La mujer había atravesado una zona donde algunos agentes de la Patrulla Fronteriza, especialmente hostiles, durante varios meses cortaron nuestros garrafones de agua, abrían las latas de frijoles para que se echaran a perder y robaron las cobijas que habíamos dejado en los caminos. Por estos actos hemos tenido que cambiar los puntos de abastecimiento con frecuencia y no podemos dejar provisiones en sitios idóneos porque sabemos que las destruirán. Es bastante probable que la mujer, antes de fallecer, hubiera pasado por un punto saqueado o por un lugar donde habría encontrado agua y comida de no haber sido por el vandalismo de los agentes. Estoy seguro de que hubiera sobrevivido hasta que nosotros la rescatáramos si hubiese encontrado nuestras provisiones. En lo que a mí concierne, los malditos que hacen esto son asesinos y tienen sangre en las manos.

Los agentes tienen miedo incluso ahora que no tienen motivos para temer. Se les nota. Supongo que mortificar cada día a personas indefensas tiene que afectarles de alguna manera. En lo personal, me da mucha satisfacción caminar desarmado en zonas donde los gorilas con armas automáticas y atuendos de robocop no se atreven a pisar. Probablemente vivo más seguro que ellos porque no soy enemigo de la gente.

Febrero de 2011

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Este ensayo está disponible en inglés aqui

Traducido del inglés por Isabel Rodríguez Ramos y Miguel Pickard (mpickard0806@gmail.com) Edición en español: julio de 2012

Anexo 2:

Cuatro Historias de la Frontera

Caminábamos por una pequeña cañada. Uno de mis compañeros gritaba fuerte y algo exagerado: ¡COMPAÑERAS! ¡COMPAÑEROS! ¡NO TENGAN MIEDO! ¡TENEMOS AGUA, COMIDA Y MEDICAMENTOS! ¡SOMOS AMIGOS! ¡NO SOMOS LA MIGRA! ¡ESTAMOS AQUÍ PARA AYUDARLES! ¡SI NECESITAN ALGO, ECHEN UN GRITO!” La mayoría de las veces no hay quien escuche estos gritos.

Doblamos un recodo de la cañada y encontramos a unas 35 personas: hombres, mujeres, niños y adolescentes, vestidos de negro, marrón y café claro, guardando un silencio sepulcral y ocupando un espacio muy reducido. “¡Santo cielo! ¿No escucharon que nos acercábamos?” “Sí, les escuchamos”. Hacía mucho calor. Les dimos agua, alimentos y calcetines y les curamos varias ampollas y esguinces de tobillo. Todos eran de Guatemala. Dijeron que no se habían separado en el camino. Al despedirnos, uno de ellos nos entregó una bolsa grande de dinero con pesos y dólares.

“Este… no entienden, no nos tienen que pagar, por ustedes estamos aquí.” “No, son ustedes los que no entienden,” nos dijo. “Encontramos este dinero en una fosa en el desierto. Decidimos que ahí no serviría para nada y nos lo trajimos. Si la migra nos agarra, se lo quedarán y no le servirá a nadie. Queremos que ustedes se queden con el dinero para ayudar a otros migrantes.” Cumplimos con su solicitud.

Un día, un colega y yo salimos en un vehículo a dejar agua en un punto remoto del desierto. Cuatro días después, tocaba regresar a ver qué había pasado. En el camino vimos a un hombre sentado en la orilla del camino de terracería. Se había amarrado una cobija hecha jirones en una rodilla. “¿Cómo va?,” le pregunté.

“Mal,” contestó. “Mira esto.” Se subió el pantalón para dejarnos ver un tobillo negro, hinchado y con múltiples fracturas.

“Está grave,” dije. “Necesita ir al hospital.”

“Pues claro,” dijo. “Mira.” Se subió la camisa.

“NO MAMES,” dijimos mi colega y yo. Tenía una herida en el pecho, grande, abierta, y una costra que mal escondía el pus que rezumaba. “¡Necesita ir al hospital AHORITA! ¿Qué pasó?”

“Hace cuatro días caminaba de noche con otros tres hombres por esas montañas de allá. Como no veía, me caí unos tres o cuatro metros por una barranca. Me fracturé el tobillo y una piedra me abrió la herida en el pecho. Me cargaron toda la noche. En la mañana los vimos a ustedes en el vehículo pero estábamos en un cerro y no pudimos bajar al camino a tiempo. Cuando llegamos aquí me dijeron que iban a buscar ayuda. No los he visto a ellos ni a nadie desde entonces.”

“¿Ha estado aquí cuatro días?” La temperatura había rebasado los 37 grados todos los días. “¿Ha comido o bebido algo?”

“No he comido nada. Dos veces al día me arrastraba hasta ese charco. No me quería alejar mucho del camino por si llegaba alguien.”

A unos cien metros del camino había un abrevadero casi seco, con estiércol y lodo, de apenas 2.5 cm de profundidad. Se veían las huellas por donde el señor se había arrastrado del camino al abrevadero. Lo llevamos a una ambulancia. No le dolía nada. Le pregunté si los baches del camino le lastimaban el tobillo. “No.”

“¿El pecho?”

“No.”

“¿No se enfermó por el agua contaminada?” Estaba seguro de que hubiese muerto de haberse enfermado.

“No.” La ambulancia lo llevó al hospital. Nunca más supe de él.

Recibimos una llamada del consulado mexicano. La familia de un señor que llevaba nueve días extraviado se había comunicado con ellos. La última vez que alguien lo vio fue cerca de un pequeño charco de agua y tenía una costilla fracturada. Creían que se encontraba cerca del área que nosotros recorremos. Buscamos varias veces durante más o menos una semana, pero no lo encontramos. Su hermano tenía documentos, trajo un caballo y con él rastreó el desierto durante otra semana hasta que al final encontró los restos de su hermano.

Al cabo de dos semanas, un hombre entró al campamento. Llevaba en una mano un garrafón de agua de un galón con nuestra insignia, casi vacío, y en la otra mano una camisa blanca atada en un largo palo. Alzó el garrafón a la altura de mis ojos: “¡Esta agua me salvó la vida! ¡Rezaba a Jesús para que me diera agua! ¡Estaba seguro de que moriría pero encontré esta agua en el desierto! Creo que la Patrulla Fronteriza la deja en los senderos para la gente!”

“¡No, hombre!, dije. “A la Patrulla Fronteriza le vale madres si vive o muere la gente. Nosotros dejamos el agua.”

“Jueputas,”, dijo. “Durante tres días estuve agitando esta bandera cada vez que pasaban los helicópteros y no se detuvieron. Cuando los necesitas se hacen ojo de hormiga y cuando no los quieres, ahí están.” Revisé el rótulo del garrafón. Se había depositado dos semanas antes en un lugar por donde casi no pasábamos pero al que habíamos ido en esa ocasión buscando al hombre que había fallecido.

Recibimos una llamada de los vecinos. Un hombre se había arrastrado hasta su puerta. Estaba en muy malas condiciones. Apenas podía tenerse en pie o hablar. No había comido ni bebido agua en los últimos tres días ni había orinado en día y medio. Hacía un calor de espanto. Le dimos líquidos pero los vomitaba.

“Usted está grave,” le dije. “Necesita líquidos por vía intravenosa y aquí no tenemos. Puede que tenga daños renales. No lo podemos tratar. Necesita ir al hospital. Lo deportarán después de atenderlo pero temo por su vida si no va.”

“No,” dijo. “No los llame.”

“Por favor, entiendo pero…”

“No los llame.”

“Pero…”

“No.” Lo ayudamos a reclinarse. Después de varias horas pudo tomar un poco de agua. Lo atendimos lo mejor que pudimos esa noche dándole agua más o menos cada hora. Al día siguiente pudo tragar sin vomitar y al final pudo orinar un poco. Casi no se podía incorporar pero podía hablar de nuevo.

“Nunca he visto a nadie tan enfermo que se negara a ir al hospital,” dije. “¿Qué le pasó?”

“Vivo en los EEUU desde hace dieciocho años,” nos dijo. “Nunca me he metido en problemas. Ni siquiera me han puesto una infracción de estacionamiento. Mi esposa y yo por fin terminamos de pagar la casa. Todos mis hijos están aquí y también mis nietos. Me gano la vida cuidando ancianos. Hace seis meses tuve un accidente en el que me fracturé la espalda y tuve que guardar reposo durante casi cuatro meses. Cuando me reincorporé al trabajo en seguida me detuvieron. El policía dijo que no había usado la direccional. En dieciocho años jamás me habían detenido. Siempre tengo mucho cuidado. Me mandaron a un centro de detención y ahí estuve quince días esposado de manos y pies. Nos daban crema de cacahuate y galletas tres veces al día. Estuve esposado todo ese tiempo. Me deportaron sin nada y no tenía a dónde ir porque hacía mucho tiempo que no había estado ahí. Salí con un grupo esa noche. Nos llevaron lejos por el desierto. Caminamos durante tres días y yo no podía seguir el paso. Ya no soy joven. Me dejaron ahí sin alimentos ni agua. Estuve solo durante tres días, sin saber dónde estaba. Tomé agua sucia de un abrevadero y me puse peor. Empecé a delirar, a oír y ver cosas. Cuando vi una casa no sabía si era real o era un espejismo. Seguí caminando hacia ella. Pensé que tal vez ya estaba muerto. No lo podría volver a hacer. Toda mi vida está aquí. No me queda nada en el mundo si no puedo volver a casa. Si me muero, ni modo. Ésta es mi única oportunidad. Lo tengo que seguir intentando.”

Poco a poco se recuperó. Una semana después de partir nos llamó desde su casa. Un mes después, él y su esposa nos enviaron una enorme caja con zapatos, alimentos y ropa para los migrantes. “Casi nunca salgo,” dijo. No me puedo arriesgar a que me deporten otra vez. Sufrí demasiado y todavía me estoy recuperando. Sé que no lo lograría otra vez.”